Suicidio en Roma
Nada se salva de Roma. Nada. Ni los suspiros, ni las lágrimas, ni el sudor de los futbolistas. El desastre fue concebido con amor estúpido, enfrascados los futbolistas, del primero al último, del entrenador al capitán, en una nefasta huida hacia adentro, como esquivando el mal agüero. Ellos eran el mal agüero.
Fatalidad. Fatalidad fue creer que era posible salir adelante sin hacer nada. La Roma hizo un partido espléndido, desde que se dio cuenta de que el Barcelona no había comparecido. No, no compareció. Fue otro equipo de rostros pálidos que volaron en primera hasta Fiumicino y luego se desdibujaron en Via Venetto, firmando autógrafos hasta la hora final del partido. Allí, en Mani in Pasta o en cualquiera de los bellos restaurantes del Trastevere, habrán seguido, como fantasmas, la penosa peregrinación de sus iguales por un campo en el que no comparecieron jamás.
Desorden. Esos fantasmas no tuvieron de jugadores barcelonistas ni el orden de sus camisetas, nadie hizo nada por recordarles ni el caché ni el resultado. Messi (el que hizo de Messi) se entretuvo en protestarle al árbitro situaciones de medio campo en las que nada se dirimía, y Luis Suárez se escapó de sí mismo hasta convertirse en un nuevo fantasma. Hubo en este caso tres fantasmas de Luis Suárez, buscándose a sí mismo en las faltas que protestó y en algunos ejercicios de voluntad individual que resultaron tan intransitivos como el suspiro de un triste.
Incapacidad. El resultado se mascó desde el principio. La Roma vio el hueco; en realidad, la sucesión de huecos. La defensa se ofreció, abierta, como una llaga contenta, y el equipo se desangró por ahí antes de tomar resuello ofensivo. En la grada había un equipo técnico, el de Ernesto Valverde, que fungía también como un incapaz conjunto de fantasmas. El habitualmente sensato entrenador vasco vio agarrotada su caja de cambios, no dispuso ni de imaginación ni de recursos, y se fue deprimiendo, y desapareciendo, como sus propios fantasmas perdidos en el medio campo.
La hora. Cuando la Roma acabó de someter al Barça a la tragedia más dolorosa desde aquella tarde de Berna (más dolorosa y más vergonzosa: en Berna jugaron futbolistas de verdad), un grupo de atención urgente, compuesto por los jugadores que hasta el momento no se habían presentado, irrumpió en el campo para salvar al soldado muerto. Pero ya no hubo posibilidad. El boca a boca se hizo con las bocas cansadas, los refrescos eran de cola rancia y no había en las venas ni agua. De ahí al suicidio no había sino un paso. Y el Barça lo dio. En casa no lloramos: fue un partido abundantemente llorado, ya no quedaban lágrimas.
El suicidio. Fue un suicidio raro. Es decir, de a poquitos, como dicen los mexicanos. Primero se suicidó una línea, la defensiva, en seguida la media se dio por vencida. Mientras tanto, era evidente que la delantera no tenía previsto comparecer, como si después de los esfuerzos de calidad y de efectividad de LaLiga hubieran apostado entre ellos, en la pizzería, que esta vez podrían ganar, o empatar, o clasificarse, sin jugar. Ese tipo de milagros se puede ensayar sin contrarios. Pero si delante hay el entusiasmo de la Roma, que no teme ni a personajes reales ni a sus fantasmas, te expones al suicidio. O a que te anulen la voluntad a base de darte lecciones de ética del fútbol.
El poema. José Hierro, el gran poeta, tiene un réquiem para un español muerto en la soledad de New Jersey. Y terminaba el maestro: “No he dicho a nadie que he estado a punto de llorar”. Por qué querrá uno tanto a un equipo si no es capaz al fin ni de concitar el llanto por su desgracia.