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La maldita manía de alegrarse del mal de otros

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Alfredo Relaño habló ayer aquí de la imagen de Messi en el Bernabéu cuando el genio azulgrana sacó a pasear su camiseta para celebrar el gran partido que hizo ante su eterno rival. Al principio, como él mismo cuenta, parecía que el astro azulgrana se dirigía a una parroquia fiel. No: se dirigía a la parroquia madridista, herida en el amor propio por una derrota tan sorprendente como, por otra parte, bien trabajada por Messi. Y, claro, no es lo mismo la alegría de uno con los suyos que la alegría de que el otro haya perdido ante los fieles del derrotado.

En el fútbol, como en otros hechos de la vida, en la política, en las guerras, en todas las confrontaciones que uno pueda imaginar, la gente celebra lo suyo a costa, muchas veces, del dolor de los otros. Y estas cosas sólo tienen el límite del sentido común. Lo que se puede decir, para disculpar a Messi, si se me permite, es que la calentura del fútbol genera pasiones que no se pueden controlar. Un amigo madridista me escribió, tras la derrota azulgrana en Turín, que él era de la Juve “da bambino”. Y otro, igualmente, madridista, se burló de los colores que defiendo cuando los italianos nos dejaron, finalmente, en la estacada. Cuando Javier Tebas, a quien Dios no llamó por el camino de la duda, dijo al final del partido en el que Messi mostró la camiseta que no le había gustado el tercer gol del azulgrana, se le encendieron a la afición futbolística española algunos signos de extrañeza. Y me parece ahora que por lo menos debe disculparse ante los que pudieron ver en esa frase una falta de respeto al equipo contrario al Madrid, en este caso.

Tengo dicho aquí, y lo diré siempre, que el fútbol, en mi caso y en millones de casos, es una pasión sentimental, como el amor, como el amor propio y como un pariente cercano; una herida a nuestro equipo es también una herida a nuestro corazón. Me parece ahora, vistas las circunstancias, que la celebración del 10 del Barcelona está dentro de esa dialéctica terrible en la que se festeja para denigrar, en la que el fútbol es un reino de tinieblas, de corazones desviados, de venganzas irresueltas.

Habría que ir pensando en sosegar el humor de los campos de juego, de unos colores y de otros; me parece que el periodismo tiene un enorme papel en esa pacificación de los desenfrenos. No se puede pedir que esta diatriba antipática se resuelva de la noche a la mañana. Pero sí se debe pedir, al campo propio, respeto, y al campo ajeno, el mismo respeto. Al fin y al cabo, este es un juego en el que nadie debe ajusticiar a nadie, ni siquiera en los entrenamientos.