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Messi contra el tiempo

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El abrazo. Ese abrazo fue un prolegómeno emocionante de un partido que parecía hecho para sentir cómo suena el diapasón de cada uno de los entrenadores. Guardiola es analítico y pasional; ahora tiene más humor que cuando era futbolista y mucho más que cuando era entrenador del Barça. El banquillo azulgrana es una jaula dorada en la que suenan todos los grillos. Ahí Luis Enrique se atrinchera como un león. Guardiola era un jaguar. Anoche fueron iguales animales rápidos, pero Pep jugaba en los dos bandos. Era a la vez Luis Enrique, león en la jaula, y Pep.

El juego. Guardiola entrena al Manchester City. Pep está presente en el juego del Barça de tal manera que anoche parecía que el City era el Celta (con Nolito, además), entrenado por Luis Enrique, y el Barça era el que creó Pep siguiendo las enseñanzas de Cruyff y de Rijkaard. Por eso cuando entró en el juego la intuición de escolar de primaria que tiene Messi, Pep mostró la excitación del que sabe que eso podía pasar y no lo puede advertir sino cuando ya la velocidad del argentino lo descolocó a él y a todo el equipo. Messi fue tan reincidente como genial. Él anula entrenadores y paisaje: brilla como un astro sin otro rival que la capacidad nublada para lesionarlo.

El azar. Pero en estos partidos en que se abraza el tiempo en la figura de dos entrenadores cortados por la misma tijera el azar juega un papel preponderante. El Barça perdió dos efectivos especialmente significativos, Alba y Piqué. Piqué es el Puyol de esta época; pero aquel héroe azulgrana que ahora aguarda en la grada a regresar como entrenador (o como director técnico) jugaba hasta en la camilla. Piqué, sin embargo, se tuvo que ir, después de hacer algunas acciones que reivindican su gran forma. Una de esas acciones fue insólita: marcar a Ter Stegen para que no se desmadrara. Esa imagen de Piqué quitándole el balón al portero para que no hiciese locuras parecía ensayada después del partido ante el Celta, cuando Ter Stegen hizo regalos navideños antes de tiempo.

Para Pep. Messi jugó para sí mismo jugando para el Barça, pero la impresión que tengo después de su exhibición de anoche es que en realidad jugó para Pep. Pep tiene dicho que Messi es el mejor, del Barça, de Europa y del mundo. Y anoche, desde que se puso en marcha el balón, tras aquel abrazo de los dos entrenadores, el argentino se dedicó a hacer lo que sabe, disfrutar del balón, hacerse igual a su mito. Sus goles fueron tan bellos como el resumen de su trayectoria goleadora; y tuvo un espectador de excepción, el entrenador del City. Si no fuera una exageración de culé, se diría que esta vez no jugó para su abuela sino para Pep.

Ter Stegen y Bravo. Era una lucha que también podría entrar en este ministerio del tiempo que es el fútbol. Bravo se fue con Pep, Ter Stegen pudo haberse ido en la misma dirección, pero se quedó con Luis Enrique. Mucho más prudente (a veces gracias a Piqué) que en partidos precedentes, el portero alemán parecía un muchacho responsable y arrepentido. Claudio Bravo, serio y circunspecto, como un chileno que fue acunado por Quilapayún, resbaló contra sí mismo y se fue del campo cuando iban 1-0. Caballero se llevó la peor parte del partido. Y Claudio Bravo, tan buen portero, fue derrotado en este peculiar mano a mano por su suplente histórico. En cierto modo, la batalla entre ambos simbolizó la esencia del partido y de su resultado. Messi se encargó de hacer imposible la comparación entre porteros y entre equipos. El Barça reinó con una majestad que es herencia de Pep Guardiola.