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Tenis hasta las tantas

Rafa Nadal terminó su intenso partido de cuartos cerca de las dos y media de la mañana, hora de Nueva York. Entre una cosas y otras no se acostó hasta las cinco. Al día siguiente no se entrenó por la mañana, de la paliza que llevaba en el cuerpo. Estos horarios, tan ilógicos como nocivos, me recuerdan a otros sucesos de Wimbledon que reflejé en esta columna. Allí tuvimos un Anderson­-Isner que duró 6:36 horas y que obligó a dividir en dos días el siguiente duelo: Nadal-Djokovic. Menos mal que en el templo británico sí paran el juego a las 23:00. Aquello me inspiró la reflexión de que el tenis tiene un problema con la duración de los partidos. Algunas réplicas me apuntaron que los maratones de Wimbledon son hechos excepcionales, que no equivalen a la realidad del tenis. Pues resulta que el US Open reincide en lo mismo.

En aquella columna recordé también un partido de Garbiñe Muguruza ante Daria Gavrilova en Roma, que acabó a las dos de la mañana con cuatro gatos en la grada. Hay múltiples ejemplos cada año. La historia se repite más de lo deseable. Este verano vimos a Andy Murray llorar tras clasificarse para los cuartos de Washington ante Marius Copil. El reloj ya había marcado las tres de la madrugada. Lloraba por las emociones que le provocaba superar un igualado choque tras su grave lesión, que le había relegado más allá del puesto 800 de la ATP. Pero también porque se sentía exhausto… Y enfadado: “Terminar a esta hora no es bueno para nadie, ni para el torneo, ni para los jugadores, ni para la televisión, ni para los aficionados. No es razonable. El circuito debería vigilarlo”. Palabra de un número uno del mundo.