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El mal uso de la palabra “radical”

Los periodistas vienen hablando estas semanas de los “radicales” de ciertos equipos rusos y franceses, que nos están amargando nuestra afición al fútbol. Sin embargo, la palabra “radical”, que parte de la base “raíz”, no guarda ninguna relación con la violencia.

En España hubo un Partido Radical antes de la Guerra Civil (fundado por Alejandro Lerroux), que llegó a gobernar. Italia también lo tuvo, en la segunda mitad del siglo XX, con Marco Panella al mando y Emma Bonino como figura relevante; y el Partido Radical argentino gobernó aquel país con Raúl Alfonsín en la presidencia, en los ochenta.

Ser radical no tiene nada de delictivo. El Diccionario no ofrece ninguna acepción relacionada con la violencia: “Fundamental o esencial”, “total o completo”, “partidario de reformas extremas”, “extremoso, tajante, intransigente”.

Defender ideas radicales consiste en ir a la raíz de los problemas y solucionarlos ahí, para “erradicarlos”; pero eso no significa que semejante tarea se deba acometer dando mamporros. Se pueden adoptar posturas radicales mediante leyes, reglamentos, presupuestos, mociones, enmiendas... Es decir, utilizando una serie de procedimientos civilizados con los que se pueden atajar situaciones indeseadas.

Todos somos radicales en algo: radicales en la defensa de la democracia, o radicales contra la corrupción, o estamos radicalmente en contra del juego duro... O las tres posturas a la vez.

Incluso podemos autodenominarnos seguidores radicales de un equipo, porque defendemos sus valores, sus colores, su trayectoria; y somos firmes en todo eso, tajantes incluso, pero sin más herramientas que la palabra y los cánticos.

Ahora bien, no siempre la radicalidad es digna de elogio. Porque si toma la connotación de la intransigencia, vamos mal. Todo en la vida tiene más de un punto de vista, y la idea de imponer el nuestro no favorece el debate. Pero eso no significa que se intente esa prevalencia mediante posturas agresivas.

Los mal llamados radicales de los equipos rusos o franceses, y antes de los ingleses, son más bien “violentos”, “ultras”, “vándalos”, “salvajes”, “destructores”, “bárbaros”. Disponemos de palabras suficientes como para no necesitar que se manche la idea de lo radical. Ese adjetivo, que tantas reformas importantes procuró a cargo de personas de bien en distintos ámbitos políticos, no debería arrojar la sombra de la violencia sobre quienes son o fueron radicalmente demócratas.

De hecho, se va abriendo paso una corriente de sensatez que está pidiendo sanciones radicales para acabar con los hinchas violentos. Porque el problema, en efecto, debería acometerse desde la raíz.