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Medallas que describen nuestra historia

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Las medallas no explican por sí mismas la salud deportiva de los países, pero trazan un paisaje muy preciso de su rendimiento en las grandes competiciones. Es materia para el debate si existe una relación directa entre el éxito competitivo y su influencia en las actividades deportivas populares, pero no es descabellado asociar la respuesta en las grandes competiciones (Juegos Olímpicos, Mundiales, etc) a determinados estados económicos, políticos y sociales de las naciones.

Pocos casos son más reveladores que el de España, cuya curva olímpica (1896-2016) dibuja con bastante precisión la situación de un país que perdió su imperio, ingresó en la categoría de los más pobres de Europa, sufrió una guerra civil, fue sometido a la dictadura más larga de Europa después de la II Guerra Mundial y comenzó un proceso democrático que acaba de cumplir 40 años.

Se habla de Barcelona 92 como el factor esencial del despegue del deporte español. Es cierto que su impacto fue extraordinario, pero también es cierto que los Juegos de Barcelona no se podrían haber celebrado tan sólo 15 años antes, con España recién salida del túnel del franquismo, despegada de Europa, sin recursos económicos y con una de las trayectorias más deprimentes en el ámbito del deporte internacional.

Los Juegos del 92 fueron posibles porque en apenas una década había cambiado todo el marco sociopolítico europeo. España había ingresado en la Comunidad Europea y se la comenzaba a ver como un país de grandes posibilidades y excelentes oportunidades. Probablemente Barcelona 92 fue mucho más que el insospechado éxito del deporte español. En cierto modo, aquellos Juegos significaron el verdadero final de la transición española, el ingreso en la modernidad y el cambio de mirada internacional sobre nuestro país.

Nada hacía suponer un éxito de aquel calibre. España había sido un paria en los Juegos Olímpicos hasta 1980. Durante la dictadura franquista (1939-1975), España había ocupado el penúltimo lugar en la clasificación europea, integrada por 26 países. Albania, que todavía no ha logrado medalla alguna, participó únicamente en los Juegos de Múnich 72. España consiguió seis medallas, las mismas que Portugal, entre Londres 1948, primeros Juegos después de la Segunda Guerra Mundial, y Montreal 1976. Grecia, con cinco medallas, cerró la clasificación. El pequeño ducado de Luxemburgo sólo ganó una medalla, pero el oro de Joseph Barthels en la final de 1.500 en Helsinki le situó por delante en el tablón honorífico.

La novedad más reseñable no se produjo en los Juegos de Verano. En las pistas de Sapporo, 1972, Paco Fernández Ochoa ganó la medalla de oro en el slalom especial, una hazaña milagrosa en un país sureño, mediterráneo y sin ninguna tradición en el esquí. Fernández Ochoa ingresó inmediatamente en la categoría de fenomenales heterodoxos del deporte español. Donde no había tradición, ni recursos, surgía un espíritu libre capaz de desafiar todas las convenciones.

La década de los años 80 preparó el salto de Barcelona 92, pero el deporte español todavía estaba definido por la ausencia de un plan integral. El dinero era escaso, no había suficientes entrenadores y el déficit de instalaciones no ayudaba a mejorar los resultados, aunque España comenzaba a prenderse del baloncesto (plata en Los Ángeles 84) y de las pruebas de mediofondo, representadas por la medalla de bronce de José Manuel Abascal en los 1.500 metros, también en la ciudad californiana.

El 17 de octubre de 1986, Juan Antonio Samaranch, presidente del COI, proclamó a Barcelona como sede de los Juegos de 1992. Apenas faltaban seis años para desarrollar un programa capaz de trasladar al deporte español de la mediocridad a un lugar homologable con el nuevo estatus internacional. El plan ADO de financiación a atletas y entrenadores resultó decisivo en el salto. La combinación de dinero público con aportaciones de la industria privada generó para los atletas una bolsa atractiva y necesaria. Se multiplicaron exponencialmente las nuevas instalaciones. A los técnicos españoles se unieron entrenadores extranjeros de gran prestigio. Faltaba pasar la prueba olímpica en casa.

España alcanzó 22 medallas en Barcelona, una cifra que superaba el número conseguido durante 100 años de ediciones olímpicas. Tan importante como la cosecha fue su variedad. La judoca Miriam Blasco ganó el oro y se convirtió en la primera mujer española campeona olímpica. El deporte femenino, sometido a todo tipo de trabas y recelos durante el franquismo, ha pasado de la segregación -en México 68 sólo participaron dos mujeres, Mari Paz Corominas y Pilar Von Carsten, en un equipo de 123 deportistas- a igualar y superar el rendimiento de los hombres.

Desde Barcelona, el 40% de las medallas españolas pertenecen a las mujeres. Es un giro apabullante, sin precedentes en nuestro entorno geográfico, más apreciable aún porque la escalada no se ha producido en tiempos de declive masculino. Al contrario, de las 151 medallas obtenidas por España en todas las ediciones de los Juegos, 134 corresponden al periodo de los últimos 25 años. Barcelona no se disipó. Desde entonces, España ha mantenido una línea estable, en un buen segundo plano, por detrás de las cuatro grandes potencias tradicionales de su entorno europeo: Reino Unido, Alemania, Italia y Francia. Está, por tanto, donde se supone que debe de estar.