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Leo Messi ganó su título número 30 como jugador del Barcelona. Su dimensión es gigantesca. Su foco es infinito. Sólo Messi es capaz de hacer pasar desapercibido el adiós de Luis Enrique, un técnico que se va con nueve títulos del Barça y dejando una huella de revisor del modelo, con una evolución que tal vez el tiempo le agradezca. Sólo Messi es capaz de empequeñecer las diabluras de Neymar, que dejó dos detalles finísimos en el partido.

Sólo Messi, en fin, es capaz de esconder la vergüenza institucional de un club que tiene a un ex presidente en la cárcel, a una Junta Directiva retratada que va firmando pactos con la Abogacía del Estado y la Fiscalía para exculparse y emprendiendo acciones de responsabilidad contra ex presidentes que van a ninguna parte.

Todo eso tapa la maravillosa luz de Messi y contra todo eso lucha y gana Messi. 30 títulos, 26 goles en 25 finales, poseedor de todos los récords individuales posibles. El jugador más grande de la historia de un club que va camino de los 120 años. Lo más increíble sin embargo de Messi es que su influencia se eleva por encima de sus números marcianos. Está en el juego, en el ánimo de la gente. En el aire. Messi volvió a meterle un título más al Barça en su Museu. Pero detrás de él no hay nada, sólo vacío. Su renovación, y la de la plantilla, es una obligación.