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La gruesa factura

Los grandes clubes se rigen por reglas muy particulares cuando se miden los resultados. Hay una ley no escrita, pero casi siempre de obligado cumplimiento, que se refiere a las derrotas bíblicas y sus consecuencias. Este tipo de derrotas se definen en dos situaciones muy concretas: frente al gran rival de un equipo o en un momento crítico de la principal competición de la temporada. En este caso, no es necesario sufrir una goleada. Basta el fracaso puro y duro.

Pocos ejemplos mayores que la frustración del Barça tras perder frente al Steaua en la final de la Copa de Europa, en 1986. Fue en la tanda de penaltis, pero el efecto fue telúrico para el club. A Pellegrini le afectó menos el alcorconazo en la Copa que la eliminación del Real Madrid a manos del Olympique de Lyon en los octavos de final de la Liga de Campeones. Sin embargo, los verdaderos seísmos suelen producirse en descalabros como el del Barça en el Parque de los Príncipes. Las consecuencias, probablemente de gran calado, serán inevitables.

El Barça y el Real Madrid pueden recibir esporádicamente un 4-0 en cualquier campo, con las críticas y el fastidio de rigor, pero sin un pronóstico letal. Esta temporada, el Celta barrió al Barcelona con cuatro goles y la vida siguió su curso. Aunque infrecuentemente, estas cosas ocurren. Lo mismo en el Real Madrid. El problema surge cuando esta clase de resultados se produce entre ellos. El 5-0 del Dream Team acabó definitivamente con Benito Floro.

El 5-0 del Madrid de Valdano al Barça de Cruyff selló el destino del técnico holandés. El 0-4 de la temporada anterior resultó decisivo en el despido de Rafa Benítez. En los últimos 30 años sólo se conoce un aplastamiento de esta magnitud sin consecuencias aparentes. Fue el 5-0 del Barça de Guardiola sobre el Madrid de Mourinho.

Aunque aquella derrota pesó una barbaridad en el madridismo, se impuso otra lógica. Mourinho, el entrenador más prestigioso de aquel tiempo, acababa de llegar a un Madrid que había fichado en apenas un año a Cristiano, Benzema, Kaká, Alonso, Özil y Di María, entre otras estrellas. No había posibilidad alguna de una revolución, y menos aún sin que afectara a Florentino Pérez. En cualquier caso se generó un efecto incuestionable: Mourinho perdió el aura de infalibilidad.

El Barça perdió frente al PSG en condiciones muy parecidas a sus catástrofes en Múnich 2014 y la final de Atenas en 1994. En las tres ocasiones, un 4-0 inapelable. Cómo sucedió en Atenas frente al Milán, el Barça llegó a París como favorito. El trastazo de 1994, una semana después de ganar la Liga, significó la demolición del Dream Team y la puesta en cuarentena de Cruyff, por imposible que pareciera.

En Múnich, en medio de la polémica marcha de Guardiola y de la tragedia que vivía Tito Vilanova, las heridas de la escandalosa eliminación (7-0 en total) permanecieron durante la temporada posterior, con Tata Martino al frente del equipo.

Las características del desastre en el Parque de los Príncipes invitan a pensar en una tempestad más o menos rápida. Queda la posibilidad de la remontada, desmentida por la historia. Ningún equipo ha remontado un 4-0 en las últimas 169 ocasiones, desde 1971, que han señalado este resultado en las competiciones europeas. El impacto es más terrible aún porque el Barça fue arrollado por un equipo más joven, más hambriento, más solidario, más veloz, más enérgico y con mejor banquillo.

Todo esto en la Copa de Europa, el mayor escenario del fútbol, y en los octavos de final, pan comido para el Barça en los últimos 10 años, no para el desgastado equipo que claudicó sin rebelarse. Las consecuencias se adivinan en la dirección deportiva, en el puesto de entrenador, en la confección de la plantilla y no es descartable que en la directiva. Y, sobre todo, en el efecto que el martillazo provoque en Messi, todavía sin renovar.