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Sale fácil eso de ridiculizar a los demás. Está muy bien, hacer reír y sonreír es -en la mayoría de los casos- una demostración de inteligencia. En ese sentido, nos gusten o no, los memes, carteles, parodias… se volvieron parte de la fiesta del fútbol. Es común que los fanáticos asuman que la superioridad que da la victoria en un escenario deportivo entrega el poder de festejar fuera de él en nombre del rival. Los derrotados deben tolerar en silencio. Le llaman saber perder.

Ahora, ¿cómo calificar lo que ocurrió con Messi después de la final de la Copa América? Influyentes periodistas agitando a la crucifixión del héroe desde sus editoriales e hinchas que entre insultos le exigían su retiro de la selección coincidieron en señalamientos a la pertenencia, la entrega, el amor por la camiseta, todo aquello que no se puede comprobar y que la masa repite. Repite y hace daño.

Messi no brilló en la final, es un hecho. Tuvo solo cuatro jugadas importantes, le hicieron dos faltas de amarilla, pero tampoco recibió la pelota. Martino se casó con un planteamiento que no le ayudó a Leo ser Leo. Se equivocó en la táctica y en las elecciones. Cambió nombres, no responsabilidades. Claro está que conociendo el marcador, el que queda en el banco siempre es mejor. Lo sabe bien Pékerman a quien aún le cobran haber dejado a Messi como suplente mientras Argentina quedaba eliminada del Mundial 2006 frente a Alemania. Interesante coincidencia.

Está claro que los líderes tienen obligaciones. Llevar la banda de capitán de Argentina y ser el mejor jugador del mundo debe pesar. “Es entendible. Cuando un equipo juega horrible, no se la agarran con el lateral derecho, se la agarran con la figura”, dijo Menotti tiempo atrás. Sin embargo, en esa obsesión por buscar culpables y no explicaciones se cruza la línea de la crítica futbolística a las acusaciones personales. Se le señala porque tiene dinero, porque se formó en España, porque no es un jugador escandaloso. Porque sí y porque no.

Superadas las –desgastadas- comparaciones con Maradona, ahora se polemiza sobre sus éxitos en Barcelona. Que sea ganador en Europa, se convirtió en afrenta al patriotismo argentino de algunos y hasta en prueba de su supuesta displicencia con la albiceleste. Un caso grave de memoria selectiva. Fue Messi quien desechó la oportunidad de jugar para España, y es el mismo hombre que jornada a jornada detiene al mundo con ese talento que se confunde con magia cada vez que toca el balón, cambia de ritmo o mete pases imposibles. Incluso los rivales reconocen su talento.

Por supuesto que Barcelona es su casa, el lugar que potencia sus virtudes. Messi se convirtió en sinónimo de la identidad blaugrana, sus condiciones naturales coincidieron con el estilo de la casa. Después, Guardiola adaptó el esquema en torno a su talento, ahí la diferencia. Se necesitó un técnico que entendiera que Leo necesita perspectiva, espacio, pero más que nada cómplices para que ejecute su juego. No es un tema de camiseta, ni de entrega, es táctica y estrategia en estado puro. Ahí el reto de Martino.

Sin embargo, los críticos limitaron todo a la falta de actitud y la derrota fue catalogada de fracaso. Habrá que revisar los valores del deporte porque perder –incluso en una final- se convirtió en vergüenza, cuando es tan natural como competir. Los mismos jugadores que fueron héroes en la goleada ante Paraguay ya no sirven más. Messi ha batido 17 récords, tiene 4 Balones de Oro, 30 títulos –mal contados- y aún se pone en duda su profesionalismo.

Se animaron a decir que Messi no corrió en la final contra Chile porque pensó que había partido de vuelta. Sale fácil eso de ridiculizar, pero sería más gracioso que él decidiera no volver a jugar con su selección para ver si eso también se festeja.