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Reflexión sobre la humillación

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Fue a mediados de los años ochenta. Un día, una joven viuda que acumulaba cortos contratos como secretaria en una oficina tuvo que escuchar esta frase por parte de su jefe cuando pidió un poco más de respeto. “Usted está sin marido y tiene que mantener a dos niños. ¡No se puede permitir el lujo de quejarse ni de pedir nada!”, le explicó este señor con la terrible frialdad de su corazón y el desmedido poder que le otorgaba su pequeño puesto. La mujer tuvo que tragar saliva y su orgullo. Y, pensando en la absoluta necesidad de salvar el modesto salario que cobraba, se calló. Esta mujer es mi madre y eso que acababa de vivir sí que era una humillación en toda regla. De las que te marcan durante mucho tiempo. El chaval que yo era entonces lo entendió perfectamente cuando me lo contó al volver a casa por la noche y el hombre en el que me he convertido ha tenido que presenciar, y a veces sufrir, episodios reales de humillación en el trabajo.

Desde los catorce años, sé profundamente lo que significa esta palabra y el dolor que engendra este tipo de situaciones. Así que me parece algo vergonzoso que, en lo últimos días, se esté calificando como “humillación” una simple sustitución en los últimos minutos de un partido de fútbol. Puedo entender (y Zidane también) que Dani Ceballos se haya sentido molesto y decepcionado, pero elevar un episodio relativamente habitual a estos dramáticos niveles de indignación me parece ridículo y contraproducente para el propio futbolista. Además de insultante para los humillados de verdad. Y para mi madre.