El particular barrio europeo que todos quieren conocer en Bogotá: su estilo suizo le da gran atractivo

En lo alto de la localidad de Ciudad Bolívar, lejos del ruido y la prisa que caracterizan a la capital, se esconde un lugar que parece arrancado de una postal europea.

Se llama Pasquilla, una vereda que conserva la esencia de un pueblo rural y que, por su arquitectura sencilla, su tranquilidad y su entorno natural, ha empezado a ganarse el título de “el barrio suizo” de Bogotá.

Caminar por sus calles empedradas es un viaje en el tiempo. Aquí no abundan los carros, sino los caballos pastando y los cultivos que crecen a la vista de todos. Fresas, hortalizas y árboles frutales se mezclan con casas bajas y fachadas pintadas de colores suaves, componiendo un paisaje que evoca la calma de los pueblos de montaña.

Un pueblo dentro de la ciudad

Aunque pertenece al Distrito Capital, Pasquilla se siente a kilómetros de distancia de la Bogotá urbana. El aire es más puro, las vistas se extienden hacia cerros y montañas, y el ritmo de vida es pausado. En el centro, una pequeña capilla y un parque son el corazón social del lugar, donde los vecinos se encuentran para conversar y disfrutar de la tarde.

Uno de sus mayores tesoros es la estación Vicente Olarte Camacho, inaugurada en 1931 como parte de la línea férrea que conectaba Bogotá con el río Meta. Aunque ya no funciona, su estructura permanece intacta, recordando una época en la que el tren era sinónimo de progreso y conexión para los pueblos de la sabana.

La historia ferroviaria de Pasquilla añade un valor patrimonial que fascina a los visitantes. Muchos llegan atraídos por las fotografías que circulan en redes sociales: paredes de ladrillo, ventanas antiguas y una atmósfera que parece detenida en el tiempo.

Pero Pasquilla no es sólo su estación. Muy cerca, la localidad de Ciudad Bolívar ofrece atractivos como el TransMiCable, que permite ver la ciudad desde las alturas, el Parque Mirachuelo Ecoambiental, el Museo del Reciclaje y el mirador Illimaní, donde los atardeceres se pintan de tonos naranja y púrpura sobre el horizonte capitalino.

Visitar este rincón es también reconciliarse con la Bogotá que todavía guarda alma campesina. El contacto directo con la naturaleza y la calidez de su gente hacen que, en cuestión de minutos, el visitante olvide que sigue dentro de una de las ciudades más grandes de Latinoamérica.

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